La mentira se ha institucionalizado en
nuestra sociedad moderna a nivel mundial y, como consecuencia, existe un gran
desconocimiento de la vida interna de los seres humanos -de sí mismos y de los
demás- con la confusión, la incomprensión y la distorsión de la realidad que
esto supone.
Conocerse
a uno mismo implica entender a los demás y eso cada vez es más difícil
La distorsión de la
realidad, que puede ser más o menos perjudicial para el individuo, tienen su
origen en ideas, creencias y conclusiones, que se basan normalmente en
suposiciones e interpretaciones erróneas de experiencias mal comprendidas y, lo
más importante: el asumir las ideas e imitar los comportamientos de otros.
Lo
que está ocurriendo es que hay innumerables cuestiones en el día a día que
vamos afrontando y asumiendo sin analizar ni reflexionar. Simplemente las
aceptamos porque sí, dado que, como ya he dicho antes, actuamos tratando de
imitar a los demás, dejándonos arrastras por sus ideas, emociones y, lo que es
peor, sus temores.
La
mentira está tan presente en nuestras vidas que nos es muy difícil discernir
entre lo que es falso y lo que es real. Todo el mundo desconfía de todo el
mundo. Tal es así, que cuando los políticos (que de 10 veces que hablan faltan
a la verdad 12) nos mienten compulsivamente -y lo sabemos- llegamos a aceptarlo
como una verdad.
Y
qué decir de los medios de comunicación. Ellos mienten todos los días a
sabiendas de hacerlo y, aunque luego alguien les desmienta, no pasa nada.
Mañana seguirán haciendo lo mismo.
Pero hay ciertos aspectos
de nuestra vida –“verdades falsas”- que hemos incorporado a nuestras creencias,
simplemente porque son “políticamente correctas”. Se trata de ideas que nadie
-o casi nadie- cuestiona y que, sin embargo, no resisten un análisis riguroso.
Son, en otras palabras, ideas falsas que se apoyan en un sistema de creencias
creado mediante métodos engañosos por
grupos de poder –bien sean políticos, económicos o religiosos- a nivel mundial.
Estas mentiras,
disfrazadas de verdades, contaminan el debate en torno a infinidad de temas
tales como: Estado, dinero, jerarquía, familia, naturaleza humana, vivienda, trabajo,
educación, sanidad, derechos humanos y un largo etc.
Pongamos un ejemplo: La
mayoría de la población asume y da por hecho que el mundo tiene que estar
jerarquizado, organizado en estados y con una economía basada en un sistema
monetario. ¿Y por qué? Pues sencillamente porque alguien lo ha querido así y,
además, no se le ha ocurrido nada mejor (para él, claro)
Pues no es verdad. El
mundo no tiene por qué estar jerarquizado ni organizado en estados y mucho
menos abocado a una economía basada en un sistema monetario. Seguro que cada
uno de nosotros podríamos organizar el mundo de muy diferente manera, si no
fuera porque se nos ha enseñado que la primera opción, y única, es la políticamente
correcta y la segunda –la que sea- una idea descabellada, y eso sin ni siquiera
saber cuál es esa segunda opción.
En nuestra
sociedad actual, a nivel global, nos encontramos con diferentes tipos de
personas que, aunque tienen vidas y circunstancias muy dispares, tienen las
mismas inquietudes y comportamientos.
Imaginemos
la vida de un agricultor de un pequeño pueblo; un ama de casa de una gran
ciudad; un empresario que da trabajo a más de 500 personas; un guerrillero de
las FARC; un joven estudiante de ingeniería; un yihadista islámico; un músico
de orquesta; un pastor masái y un ejecutivo de banca, entre otros.
Pues
bien. Entre ellos, es casi seguro que un abismo de ideas les separa. Sin
embargo, más allá de los conflictos sociales, económicos y psicológicos
concretos de cada uno, todos tienen preocupaciones y comportamientos similares:
el temor por la situación económica personal; el miedo al incierto futuro, a
sentirse infravalorado o reprimido, a la soledad; indudablemente el miedo al
fracaso o simplemente miedo en general y, por supuesto, el anhelo y fuerte deseo por relacionarse mejor con los
demás y por sentirse querido y valorado por otros miembros de su comunidad.
También,
de la misma manera, todos reaccionamos prácticamente igual ante el menosprecio,
somos críticos mentalmente con los demás y con nosotros mismos, no nos gusta
reconocer que somos rencorosos y nos cuesta muchísimo mostrar nuestros
defectos. Estos, entre otros, son algunos aspectos comunes que, generación tras
generación, hemos ido aprendiendo unos de otros hasta llegar a la situación
actual.
En
fin. Una y otra vez, observamos que las similitudes entre los seres humanos son
cada día infinitamente mayores que las diferencias. Nos estamos uniformando.
Todos queremos ser únicos, ser especiales y destacar de entre nuestros
congéneres.
Y en lo que se refiere a
los países más desarrollados las diferencias ya son prácticamente nulas: casi todos
estamos pillados con la TV, el móvil, la hipoteca, el coche, las vacaciones, la
ropa, el futbol, etc., que hacen de nosotros verdaderas fotocopias unos de
otros, dado que de lo que se trata es de imitar comportamientos.
Pero, en nuestras
sociedades modernas, todas estas cosas que nos parecen tan importantes para
nosotros, no son más que mentiras, o lo que es lo mismo “falsas
verdades” que lo único que están haciendo es anular nuestro verdadero potencial
creativo. Si seguimos por este camino llegaremos a un grado de estupidez tal,
que probablemente una minoría dispondrá a su antojo de nuestras vidas. Y mi
pregunta es: ¿esto no está ocurriendo ya?
Por eso, dejemos de escuchar a las élites por
sus infinitos canales de persuasión (ya sabes: políticos, mediáticos,
deportivos, culturales, institucionales…..) y empecemos a escucharnos a
nosotros mismos: nos irá mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario