Hoy en día
sentarse en un parque a respirar aire limpio, mantener una reunión familiar o
de amigos y desplazarse a una segunda residencia se ha convertido en delito.
Los delincuentes
de ahora son todos aquellos que se atreven a volver a vivir su vida como lo
hacían antes de esta locura; es decir, los que no se resignan a perder la poca
libertad que tenían.
Este régimen
sanitario autoritario, impuesto por la fuerza con la inestimable colaboración
de policía, jueces y medios de comunicación, ha llegando a un punto donde ya no
es necesario el disimulo.
Algunos hemos
presenciado durante este tiempo escenas dantescas: despliegues policiales sin
precedentes para detener a un bañista en la playa; drones vigilando el monte en
busca de algún ciudadano “insumiso” y multitud de acciones surrealistas,
grotescas y ridículas de todo tipo en aras a cuidar de nuestra salud.
La gente, en
general, no se cuestiona nada. Pero los que sí nos cuestionamos las cosas nos
preguntamos: ¿Cómo es posible que se haya instalado en todo el mundo una
dictadura de la salud en tan poco tiempo? ¿Cómo hemos aceptado vivir en un
estado policial permanente? ¿Por qué no hay ninguna o poca oposición? ¿Cómo lo hemos consentido?
Existe un libro
blanco, titulado: "Soñar el futuro
de la salud durante los próximos 100 años", financiado por la Fundación Rockefeller.
Este libro salió de la Cumbre de Salud Global celebrada en Beijing, China, en
2013. En el evento se reunieron más de 100 representantes de gobiernos, una
parte importante de empresarios, organizaciones internacionales y otros grupos
para discutir cómo se enfocarían las cuestiones de la salud en los siguientes
100 años.
La descripción de
la respuesta a futuras enfermedades que se hace en este libro tiene demasiadas
similitudes con la que se le ha dado al Covid-19, incluido el aislamiento y una
vida cada vez más virtual en detrimento del contacto entre personas. Y no digo
yo que estos supuestos filántropos que juegan a ser dioses puedan tener algo de
razón, pero nosotros no les hemos dado el consentimiento para organizar el
mundo a su antojo.
Es evidente que
sin un estado policial permanente esto no se hubiera podido llevar a cabo. La
ignorancia, el miedo fabricado por los medios de comunicación y la sumisión
masiva a la autoridad ha propiciado que esto se propagara como la pólvora. Y mientras estos parámetros no cambien, no hay
razón para que esta situación se revierta.
Cuando somos testigos del desmán policial en nombre de la salud es
difícil mantener la compostura. ¿Cómo no sentirse escandalizado y ultrajado al
asistir a tan bochornoso espectáculo? ¿Cómo no pensar que estos policías están
colaborando en este genocidio? ¿Son siquiera conscientes de lo que están
haciendo? No creo que ningún policía en su sano juicio sea cómplice por
voluntad propia de esta desmesura. Sus acciones tienen consecuencias muy
graves, y lo saben. Además, no deberían olvidar que ellos también son del
pueblo y que tienen padres, hermanos, hijos y amigos que, evidentemente,
también pagaran las consecuencias de sus actos.
Hay dos tipos de policías: los que piensan y los que no piensan.
Los que piensan, es muy probable que tengan problemas de conciencia.
Con toda seguridad no están de acuerdo con la “misión sanitaria” que les han
encomendado, que incluye sancionar a la gente por no llevar mascarilla o
aporrearla para que se disuelva. Sin duda les cuesta cumplir las órdenes y
probablemente también padezcan trastornos de sueño como el resto de los que
estamos sufriendo su brutalidad. Sin embargo, los que no piensan (que son la mayoría),
hacen lo que han hecho siempre sin la menor vacilación. Para ellos simplemente
somos delincuentes a los que hay que machacar.
Salir de esta pesadilla y volver a nuestra vida normal se me antoja
prácticamente imposible y más viendo el comportamiento de la gente. Todos esos
que saludan con el codo, que llevan una mascarilla hasta los ojos, que se
apartan de sus semejantes como si tuvieran la peste y que llaman a la policía
porque su vecino ha recibido en casa a unos amigos son los verdaderos culpables
de que esta situación se haya enquistado.
Esos imbéciles creen a pies juntillas todas las medidas supuestamente
sanitarias que el Gobierno y las “autoridades de la salud” nos han impuesto,
aunque estén llenas de incongruencias. Son los mismos ignorantes que creen en
el calentamiento global, en la ideología de género, en la sandez del lenguaje inclusivo
y todas esas majaderías “modernas” diseñadas por la ingeniería social para
manipularles.
Mi pregunta es: ¿Seguirán pensando igual cuando les propongan la eutanasia obligatoria a partir de los 70-80 años?
Todo este plan persigue un solo objetivo: vacunar al mayor número de
personas en todo el mundo. Para ello la pieza clave está en que la gente crea
que su vida volverá a la normalidad después de haber recibido la vacuna. Pero
se equivocan de cabo a rabo. Eso nunca va a ocurrir. ¡Pobres! No saben lo que
les espera.
La única manera de parar esto y volver a la normalidad sería hacer una revolución a la portuguesa (Revolución de los Claveles). Pero la policía –uno de los pocos colectivos que hoy en día tiene trabajo fijo y sueldo asegurado-, no creo que esté por la labor.
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